Últimas huellas del lobo estepario
Aquí está nuestro viejo y cansado Harry Haller. Acaba de llegar de un bar cercano. Entró en el local porque disponía de conexión wifi y él quería hacer una anotación en su ordenador portátil. Y ahora, una vez llegado a su apartamento alquilado, Harry Haller, que a sí mismo gusta llamarse El Lobo Estepario, se ha dejado caer en el sofá de su guarida. El caso, se sonríe, es que apenas tuvo tiempo de escribir una segunda línea. Cuando estaba meditabundo, con su cabeza encogida ante la pequeña pantalla, se le acercó una chica y le preguntó si le dejaría usar el portátil. La joven se había olvidado el móvil en casa y necesitaba buscar un dato con urgencia. Nuestro sorprendido Haller miró con asombro a la joven y guapa muchacha. Aseguró la chica, ante la confusión del admirado Haller, que sería sólo un momento, que únicamente debía entrar en internet y apuntar un teléfono. Le iba en ello, añadió con fresca sonrisa, la posibilidad de culminar un trabajo. «Sí, claro», murmuró el confuso Haller. Y se apartó un poco en el largo asiento de piel, común a varias mesas, y la muchacha entró en internet y obtuvo su dato.
Luego, con simpatía y agradecimiento, la chica conversó un rato con Haller, el cual seguía sorprendido ante el hecho de que una hermosa joven intercambiara unas palabras con él. Fue así cómo Haller supo que la chica se llamaba Alejandra, Alex para los amigos, y que era licenciada en Filosofía. También supo que la chica había tenido novio hasta hacía tres meses, un novio bobo e inmaduro, aseguró, al cual sorprendió retozando con su mejor amiga. Después la joven habló de su admiración por Camus y contó algo de sus pinitos literarios. Cuando más tarde se interesó por Haller y éste dijo que sólo era un fatigado hombre que había escrito algunos libros, si bien todavía escribía cosas —aunque ya no las daba a la imprenta—, la rubia muchacha se manifestó con alborozo e intensificó el brillo de sus ojos. Pero lo más sorprendente —consideraba Haller— es que ella le había pedido volver a verlo. Y la inexplicable cita —a juicio del Lobo Estepario— quedó fijada para la noche del próximo martes, 24 de diciembre, día de Nochebuena.
Harry Haller, estirado en el sofá del apartamento, pensó en Armanda, en aquella fascinante joven que conoció casi cien años atrás, cuando él era el mismo hombre maduro y desengañado que es en este momento actual, a las puertas del 2020. Volvía a su memoria el baile de máscaras al que fue arrastrado por la implacable Armanda. Sin duda, en aquel momento se gestó el embrujo que convirtió al desalentado Lobo Estepario en el ser perdurable que es hoy en día, en este trotamundos que vive anclado a la edad que tenía en 1927, es decir, cincuenta y seis años. Su cara fina y sensible, su pelo corto y canoso, su nariz afilada, sus ojos claros, sus surcos en la piel, toda esa imagen suya, de lobo solitario, imagen de 1927, es la misma imagen esquiva que hoy le devuelven los espejos de este inmediato 2020.
¡Sí, cuántas cosas extraordinarias pasaron en aquel baile de máscaras! Sintiéndose obligado a asistir para no desairar a su amiga Armanda, el viejo Harry se vistió con frac y camisa y llegó a los abarrotados salones del Globo. En un primer momento, como se figuraba, se sintió fuera de lugar y deambuló como un torpe muñeco entre gente desconocida y escandalosa. Pasada la medianoche, abrumado por el gentío, sin haber sido capaz de hallar a Armanda, El Lobo Estepario decidió abandonar la fiesta. Pero entonces, al ir a recoger su abrigo, un tipo vestido de diablo le dio una ficha de cartón que desencadenó el encanto. Porque en esa ficha se leía, entre otras cosas: Teatro Mágico — Armanda está en el infierno.
Ahí empezó la carrera de Harry Haller hacia el éxtasis. Pues corrió con anhelo por los salones del Globo hasta que al fin reconoció a una sorprendente Armanda, pues su amiga se había travestido y sonreía como mozalbete seductor. Ahora era Armando y de su mano bisexual recorrió Haller los salones y contra ella compitió para seducir a otras mujeres. Muchas cosas pasaron. Quizás no fueron horas las transcurridas, sino lunas de embrujo las que cruzaron por los salones de aquel baile de máscaras. Y al final, el torbellino de la fiesta cesó, las personas huyeron como espectros y sólo El Lobo Estepario y Armanda parecieron quedar en aquel lugar. Mas también estaba el músico Pablo, amigo de Armanda, y junto al cual marcharon los dos hacia una habitación donde bebieron el elixir de la magia y exhalaron el humo denso de los cigarrillos de la inmortalidad.
Después de eso, Harry Haller fue invitado por Pablo a entrar en su Teatro Mágico. Allí, después de mil episodios fantásticos, El Lobo Estepario oyó la risa glacial de los inmortales, habló con Mozart y mató a Armanda.
«Y por todo ello fui condenado a la vida eterna —medita ahora Harry Haller, estirado en el sofá de su guarida—. No, la figura fantástica de Armanda no supe manejarla, y el bello y moreno Pablo, a veces jovial Mozart con trenza y calzón corto, hizo bien en condenarme a la vida errante. Recuerdo que todo empezó en El Aguila Negra, adonde fui a parar en una noche de desesperación. Allí conocí a Armanda y más tarde ella me presentó, en el hotel Balances, al inmortal Pablo. Oh, siento que han pasado siglos. En estos cien años he seguido viajando, he continuado leyendo y he escrito nuevas historias. He pintado más acuarelas y he proseguido mis viajes por los pueblos. Pero hace tiempo que dejé de recorrer los caminos y de compartir mi pan con los lugareños. Hace cien años, el mundo me parecía ya muy estúpido. Qué curioso. Comparado con ahora, aquella época era hermosa y artística. No tiene límite el descenso de la humanidad hacia el fuego del infierno. Si hace cien años pensaba con amor en la navaja de afeitar y en el tajo en el cuello, ¿qué no pensaré ahora al ver la aberración de las televisiones y el entusiasmo de las masas ante la sonriente jeta de los políticos falsarios? ¡Ja, ja! Pobre Lobo Estepario. ¿Acaso no aprendiste la lección? Pero es inútil. La humanidad es cada día más tosca y carece de remedio. Aprovecha, pues, lo que quizás sean los últimos rayos de la luz mágica que te ha traído a Madrid…»
«Aprovecha la compañía de esta nueva Armanda, esta Alejandra pizpireta que con tanta desenvoltura te ha puesto al corriente de su vida. ¡Vaya! El bar donde he hablado con la chica se llama El Halcón Rojo. Quién sabe si esta Alejandra no me conducirá a un nuevo Teatro Mágico, si en esta degradación de la especie humana no habré de asistir a estúpidos bailes y a una charla con algún fallecido ídolo de la canción moderna. Aceptaría, en todo caso, compartir unos minutos de coloquio con Louis Armstrong. En fin, ¿he hecho bien en decirle a esta muchacha que acudiré a la cita? ¿Qué es lo que busca en mí? ¿Qué busca en este viejo desilusionado y curtido en mil batallas? No será sexo, aunque ninguna aberración me parece ya extraña en este mundo sin alma. No, sé bien lo que ella busca en mí. Ella busca mi experiencia, mi desdén por estos tiempos dejados de la mano de Dios, esta aura filosofal de viejo escritor vagabundo que ha recorrido muchas sendas y que puede acoger los desvelos de un corazón tierno y una mente abierta…»
«¿Y qué te daré yo a cambio, querida Alex, que no esté ya dentro de ti? ¿Qué otra cosa podré hacer sino darte las palabras que tú llevas grabadas en tus entrañas, las ilusiones y los temores que tú creas cada día con tus vivencias? Tú, en cambio, ya no podrás darme esa condescendencia maternal que brindan las mujeres a los hombres descarriados, a ésos que se han salido de la vulgaridad y no aceptan la inconsciencia pueril de las gentes. Tú ya no enseñarás a este viejo escritor a bailar el reguetón ni lo arrastrarás a perrear con su culo endurecido. Ya no soy el viejo tímido que temblaba ante la idea de bailar un foxtrot, ya no soy aquel que temía amar a una mujer joven. Pero si antes sentía cansado mi cuerpo y agotada mi alma, ahora siento una infinita negligencia que va más allá de toda manifestación orgánica y espiritual. Será preciso, amiga Alex, que me demuestres que conoces de verdad el espíritu de Camus y Kafka, de Kant y Platón. Será preciso que tu sonrisa demuestre que no es fingida, que allá en tu pecho late un corazón que ama la verdad. Si es así, tal vez me deje conducir por ti a un nuevo Teatro Mágico. No sé si habrá otro Pablo que resultará ser Mozart, ni sé si harás el amor con él y yo me veré obligado a clavarte un puñal en la huella de sus labios eternos…»
«Sólo sé que desde aquí veo que ha empezado a nevar, que ahora recuerdo mi niñez y la vieja casa de mis padres, que tal vez sea el momento de concluir esta vida errante. Por eso, cuando nos veamos esta Nochebuena, yo sospecho, querida Alejandra, que todo el Teatro Mágico consistirá en pasear contigo en este Madrid navideño, en sentir por última vez un estremecimiento de ternura, y quizás en besarte las mejillas mientras a mi alrededor todo empieza a oscilar y yo me desvanezco entre las casas cimbreantes y la fría nieve inmortal…»