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Última línea de un poema

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  Voy a hablar de un renglón poético.

   Pertenece al poema «Ajeno» y su autor es Claudio Rodríguez.

   Éste es el poema:

 

                                  Largo se le hace el día a quien no ama

                               y él lo sabe. Y él oye ese tañido

                               corto y duro del cuerpo, su cascada

                               canción, siempre sonando a lejanía.

                               Cierra su puerta y queda bien cerrada;

                               sale y, por un momento, sus rodillas

                               se le van hacia el suelo. Pero el alba,

                               con peligrosa generosidad,

                               le refresca y le yergue. Está muy clara

                               su calle y la pasea con pie oscuro,

                               y cojea en seguida porque anda

                               solo con su fatiga. Y dice aire:

                               palabras muertas con su boca viva.

                               Prisionero por no querer abraza

                               su propia soledad. Y está seguro,

                               más seguro que nadie porque nada

                               poseerá; y él bien sabe que nunca

                               vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,

                               ¿cómo podemos conocer o cómo

                               perdonar? Día largo y aún más larga

                               la noche. Mentirá al sacar la llave.

                               Entrará. Y nunca habitará su casa.

                              

      Leyendo estos versos magníficos uno parece vislumbrar, en algún pueblo castellano, a un hombre de semblante adusto, no muy mayor, con el rostro surcado por las primeras arrugas. Helo ahí, yendo al campo, al taller, a la oficina. No importa saber su tarea cotidiana. Basta de él con lo inmutable: su voz queda, su gesto vencido, su sonrisa distante. Basta oírle cuando dice sus palabras como viniendo de una lejanía suave y penumbrosa. Nada hay de nuevo para quien obra sin esperanza.

    Rutina es el alba para él y uso ajeno el aire fresco de la mañana. No hay flor en el camino para oler. Y cada hora de labor no es provecho ni complacencia, sino lento y ausente rodar de noria.

   Y la tarde no trae descanso, distensión de la memoria, olvido de sinsabores. Porque la tarde, para quien no ama, es la cercana carcelera que lleva a la noche oscura. Atrás quedará otro día sin recuerdo, otras palabras que fueron dichas sin el aliento del corazón.           

    Y en la hora del recogimiento, con sol levantisco o sombras vírgenes, el hombre introducirá la llave y abrirá la puerta de su hogar. Mas...

                                                   Entrará. Y nunca habitará su casa.

   Entrará y encenderá la luz. Y verá el perchero, con su abrigo colgado como una gruesa piel de oso muerto. Y se sentará en un sillón. Pondrá música. Y se preguntará, una vez más, a dónde fueron a parar las voces de su juventud. Y recordará una historia de amor y no se reconocerá en aquel que amó. Y se mirará en el espejo y sólo verá un hombre desfigurado, altanero de dolor por orgullo y vocación.

   Y cenará solo, como el villano en su rincón, y el vino le sabrá a sangre de su boca. Y el pan, al masticarlo, le recordará la carne seca de su cuerpo. Y nada hará. Tocará los muebles fríos, se envolverá en la penumbra y, sin pedir sosiego al cielo estrellado, entrará en su cama fría y habitará las tinieblas de su soledad.

  Pues sabe él que nunca habitará su casa.

 

 

 

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