Shakespeare en Yoknapatawpha
Si en el siglo veinte hubo un escritor que reflejara en su obra el espíritu grandioso de Shakespeare, ése es, a mi modo de ver, William Faulkner.
Es difícil encontrar otro autor moderno que con mayor virtud haya dotado a sus personajes de esa carga de emoción y tenacidad que acaba convirtiendo en arquetipos a esos seres forjados con sangre de tinta y que, sin embargo, pisan con más fuerza el escenario de nuestra imaginación que muchas personas que pasan por nuestro lado como fantasmas de carne y hueso.
Hablaré aquí de uno de los ilustres shakesperianos de Faulkner.
Su nombre: Flem Snopes.
Su trabajo: irritar al adversario. Sus adversarios: el género humano.
He ahí a Flem Snopes: aparentemente un sujeto tardo y falto de reflejos intelectuales. Sin embargo, ni Sócrates ni los sabios de Sión serían capaces de pillarle en un renuncio y menos aún lograrían sacarle de sus casillas. Antes perderían los estribos los sabios de Sión y hasta el santo Job, de vérselas con él, acabaría por jurar en arameo.
Así, pues, en el mítico condado de Yoknapatawpha, ¿de qué sería arquetipo el flemático e inaudito Flem Snopes?
Habrá que decir previamente que, así como Dios nos observa desde su nube cenital con su patriarcal barba blanca, Flem Snopes se pasea por los mundos legendarios con una gorra de cuadros y mascando tabaco impasiblemente.
¿Pero quién es Flem Snopes?
Para los no iniciados en los misterios del snopesismo, diré que Flem es uno de los hijos de Ab Snopes: un atrabiliario e irascible aparcero más o menos incendiario y contrabandista de caballos.
Es en la trilogía que escribió Faulkner: The Hamlet (1940), The town (1957), y The mansion (1959), o también: El villorrio, La ciudad y La mansión, donde se narra la aparición y ascenso social del inalterable hijo del quemagraneros Ab Snopes. Ascenso social que queda perfectamente reflejado en el progreso que anuncian los sucesivos libros: villorrio, ciudad y mansión.
Así, Flem Snopes, sin hacer prácticamente nada, pero dando a entenderle (al hijo del terrateniente) que podría hacerlo todo (todo el mal, se entiende), elude las rudas tareas del campo para convertirse en tendero. Y de este modo, desde el villorrio que empieza a otear y a dominar tras el mostrador de un colmado campesino, va imponiendo lentamente su implacable ansia de pisotear al resto de sus obtusos y cerriles convecinos.
¿Por qué?
Quizás porque el mal es la ciencia de la constancia, de esa constancia vírica que brota en las orillas mohosas de aquellas arterias que desde el corazón reparten sangre oscura a un organismo de carne y hueso.
Así, pues, ¿de qué sería arquetipo el flemático e inaudito Flem Snopes?
Ciertamente, hay adjetivos que hacen honor al personaje: impasible, apático, inalterable, inexpresivo, paciente, irreductible, sigiloso, imperturbable, circunspecto, silente…
Pero no. Se trata de Flem Snopes, de alguien único, así que, de la misma manera que a una lechuga se le quitan hojas para llegar al cogollo, cabe depurar el listado de adjetivos para ahondar en la esencia de nuestro villano.
Es evidente que el cogollo, en este caso, es el centro del corazón de Flem Snopes, ser que inmortalmente vive en el ficticio condado de Yoknapatawpha, allá en el noroeste del Misisipi.
En esta tesitura, impelidos a dejar un solo adjetivo de los mencionados y aun de los omitidos, un único adjetivo que los reuniera a todos bajo su refulgente lucidez, yo diría que podríamos calificar a Flem Snopes como inescrutable, y de ahí como ser inabordable y perenne.
Inabordable porque el mal nunca descansa en el cuerpo que ocupa, pues el mal es un misterio que halla su gozo en la incesante repetición de su sustancia.
Se dirá que también el bien. Pero no exactamente. Pues el bien es confiado y tiende a decaer. Nada, en cambio, detiene al mal: siempre vigoroso, constante y sucesivo.
Lentamente nos acercamos, pues, al corazón de Flem Snopes, a quien hemos calificado como inescrutable.
Pero claro está que ser inescrutable no significa ser malvado y que hay seres inescrutables que pasan por la vida sin pena ni gloria. Seres celosos de su intimidad que viven de carne adentro para sí. Unos serán inofensivos y mediocres y otros serán grandes y amargados.
Entonces, ¿qué clase de inescrutabilidad es la de Flem Snopes?
¿Cómo acceder a las entrañas de aquel sujeto rechoncho, impenitente mascador de tabaco y usuario de una corbata de lazo y una gorra de cuadros? ¿Cómo llegar a saber dónde se forjó su ausencia de culpa, su absoluta e indestructible amoralidad?
Visto desde fuera, Flem Snopes no es un criminal abominable y sádico, sino un porvenir tramposo que aprovecha las debilidades de los demás para labrarse un porvenir desahogado. Helo ahí, tendero que se casa con la hija (embarazada por otro) de su amo terrateniente y que un día, guiando una carreta de dos mulas que transporta a su mujer, la hijita de ella y algunos enseres, hace su aparición en la ciudad de Jefferson tras haber dejado su huella invencible en el villorrio. Desde ese momento, Flem empieza a ir tejiendo como implacable tarántula los hilos de sus enredos y artimañas sobre los insectos humanos a los que va atrayendo a su red de perfidia. Y si primero se hace cargo de un restaurante, luego pasa a ser dueño de una central eléctrica y al final asciende hasta la presidencia de un banco. Así hasta que uno de su misma sangre, otro Snopes, cómo no, acaba con su vida.
Y al morir Flem Snopes, ¿cómo no suponer que el curso de su ser discurrirá de manera inmediata en el infierno?
Así lo previó William Faulkner, quien introdujo, no después de la muerte de Flem Snopes en La mansión, sino veinte años antes, en El villorrio, la llegada de Flem al infierno.
¿Y creen ustedes que el Príncipe de las Tinieblas podrá con Flem Snopes?
He ahí a Flem Snopes llegando al infierno para reclamar el rescate de su alma conforme a un contrato firmado. Pero resulta que su alma no está en la cajita de amianto donde debería estar. ¿Cómo es posible que la cajita esté vacía, sin más que un resto de mantillo, y que el sello siga incólume? Nada pueden hacer los sirvientes infernales ante la irreductible y obstinada reclamación de Flem Snopes. De modo que el Príncipe, ante el apuro de su sirviente mayor, decide vérselas con el inaudito sujeto que ha rechazado el disfrute de todos los placeres para exigir, simple y llanamente, que se le restituya aquello que él dejó en prenda y que ahora, misteriosamente, no se encuentra en la cajita de amianto.
«No quiere el paraíso, sino el infierno», enfatiza el viejo sirviente.
Y el Príncipe ve entrar a Flem Snopes mascando tabaco y llevando la maleta de paja con la que salió del villorrio. Piensa el Príncipe que se trata de un palurdo pleitista al que pronto desarmará con su superior capacidad retórica. Pero desde el primer momento, cuando el Príncipe le espeta a Flem: «¿Y qué?» Y Flem, tras soltar un escupitajo, responde: «Vengo por aquella alma»; ya desde ese momento debería haber sabido el Príncipe que toda su retórica decadente estaba condenada a estrellarse contra la resistencia impasible de un humano nacido y criado entre mulas tercas. Pues la dialéctica envolvente que le tiende el Príncipe al palurdo picapleitos sobre el alma perdida y el contrato firmado, concluye al final con la flemática respuesta de Flem Snopes: «No le he refutado nada». Es entonces cuando el Príncipe comprende, tras un duelo dialéctico que creía tener ganado, que toda su artimaña de legalismos metafísicos ha sido derrotada. Y cayendo de su trono, sintiendo arder sus piernas, ahogándose entre gritos humeantes, el Príncipe ve cómo Flem Snopes, maleta en mano, ya se ha sentado en el trono del infierno.
¿Qué clase de inescrutabilidad, pues, es la de Flem Snopes? Y la respuesta es: la inescrutabilidad del mal insondable. Porque Flem es arquetipo de un poder silente: poder que obra sin aparentemente estar, que está sin aparentemente obrar.
Agradezcamos a Shakespeare y a Faulkner, hermanados en el conocimiento del corazón humano, que nos hayan legado tantos infiernos y demonios con su escritura mágica.